viernes, 7 de marzo de 2008

Catalina, 56 años, madre de tres hijos, joyera, restauradora, actualmente trabaja en el sector público.

Mi experiencia, es como la de esos cientos y miles de mujeres de todo el mundo. La mía no es diferente: mis propios complejos provenientes de una formación religiosa familiar, así como las reglas implacables de la formación escolar y secundaria en un plantel católico hicieron que la decisión fuera más difícil.

Al cabo del tiempo sé que esa fue la mejor decisión. Mi experiencia sobre la vida era tan corta, que no tenía sentido que mi inmadurez me hiciera tener un guagua al que no podía criar.

¡No es cierto que los niños vengan con la palanqueta bajo el brazo! Para una mujer sola, sin trabajo y sin apoyo por parte del Estado, es muy difícil sacarse el aire para criar un hijo, es hasta contradictorio, creo que todas las mujeres nos merecemos tener un hijo con las mínimas condiciones de equilibrio emocional y económico.

Es tan falso también el sentido de la frase popular-religiosa “Dios proveerá”, para que eso realmente se cumpla deberíamos tener la protección del Estado y todas las mujeres podríamos cumplir nuestro rol de madres sabiendo que tenemos el derecho de tener cubiertas nuestras necesidades básicas y las de salud para nosotras y nuestros hijos e hijas.

Estuve divorciada. Luego de algún tiempo de estar sola tuve una nueva relación con un buen hombre. Al cabo de unos meses quedé embarazada. Cuando conversé con él se sorprendió y luego se negó a aceptar. Yo apenas tenía para comer y atender mis necesidades elementales. Tomé la decisión de abortar: ¿a dónde ir?, ¿quién me podía recomendar un sitio?, ¿dónde podría encontrar un profesional que hiciera abortos?

Al fin un día se disiparon todas esas dudas. Una compañera de trabajo, menor que yo, me dio un dato que logró conseguir. En la 10 de agosto y Asunción había un médico que practicaba abortos. Fuimos juntas para darnos fuerzas por la decisión tomada, mi amiga Teresa, solidaria conmigo, estuvo todo el tiempo a mi lado. Allí pude saber el costo y fijé fecha y hora.

Mientras subíamos las oscuras escaleras para llegar a un segundo piso, todo mi cuerpo estaba erizado: el lugar no podía ser más lúgubre, el temor se fue apoderando de nosotras que teníamos ganas de salir corriendo. Sin embargo, yo no tenía alternativa. Decidimos esperar. Mientras… conversábamos en voz baja, sin levantar siquiera la mirada posiblemente porque temíamos ser descubiertas.

Llegó la hora y pasé sola a un cuarto contiguo. Allí se evidenciaron las condiciones en las que se practican los abortos clandestinos, fue patético: salía una empleada humilde con un balde de zinc lleno de agua sanguinolenta. “Dios mío”-pensé, “en qué me he metido. Cómo puede una mujer llegar a un sitio tan espantoso como este”.

Finalmente era mi turno. Preferí no pensar, era mejor para no entristecerme más por mi suerte y las de las otras mujeres, de todas las condiciones que estaban allí.

Fue rápido. Una inyección y no supe de mí. Cuando desperté, no sabía ni la hora ni lo que habían hecho conmigo. Me asusté mucho. Mi amiga me esperaba y fuimos juntas a su casa para tener un lugar donde descansar.

Al día siguiente ya en el trabajo por mi cabeza pasaban todas las imágenes de terror del episodio vivido. También me dio mucha pena por mí y por las otras mujeres, hay muchas que mueren en estas prácticas donde no hay asepsia, ni responsables, donde las condiciones de esa clandestinidad son infrahumanas, donde los comerciantes de este sistema se enriquecen a costa del descuido y desidia de la sociedad.