martes, 4 de marzo de 2008

María Villareal, 60 años

Había cometido un pecado terrible y seguro que Dios me castigaría. Yo tenía toda la culpa de haber desatado sobre mí, su furia divina. Mi único destino cierto, después de mi muerte, sería el infierno. Y mi muerte era cuestión de días, porque la furia de Dios no era nada, comparada con la furia de mi madre. Ella se encargaría de matarme, no sin antes propinarme una de sus aterradoras palizas; pero esta vez con razón y seguramente con más violencia.

Apenas había cumplido los catorce, cuando lo conocí. El había llegado de la capital para ser nuestro profesor. Desde el primer momento, su sonrisa llenó todos mis espacios. Todo en él era diferente: su forma de hablar, sus gestos, su andar, sus respuestas ante nuestras inquietudes… Todo en él era deslumbrante. Y yo estaba tan cerca, que su luz me cegó.

La primera vez que me habló directamente, me dejó sin aliento. Yo, que tenía una contestación para todo, quedé sin habla y desde entonces su voz era mi voz; su pensamiento, el mío; sus ideas, mis descubrimientos; su vida, mi realidad.

Y él, sin quererlo…, poco a poco fue cayendo en mis trampas. Porque yo fui la culpable. Porque si yo no le hubiera sonreído, él jamás se hubiera atrevido, porque si yo no le hubiera buscado para hacerle preguntas fuera de clases, él jamás me hubiera dicho lo linda que era, porque si yo no hubiera dejado mis manos tan cerca, él jamás las hubiera tocado. Y si yo no hubiera dejado que él acariciara mi cuerpo, nunca habría pasado nada.

Lo sé, porque cuando le dije que estaba embarazada, él me explicó todos mis errores, me aclaró todas mis culpas y me precisó todas nuestras imposibilidades: El era un hombre serio, decente y casado; su esposa llegaría en cuanto él encontrara el departamento adecuado y yo me había atravesado en sus vidas. Yo estaba poniendo en peligro su carrera, su honra: la de él, …. un profesor contratado de la capital. No te das cuenta de lo que pasaría si llegan a enterarse los demás profesores, el rector, mi mujeeeer…..!!! Tienes que resolver ese problema …. Averigua cuánto cuesta, que yo te doy el dinero.

Yo no necesitaba su dinero…. Ya casi era fin de año y tenía listos todos mis ahorros: Siempre guardé la mitad de lo que mi mamá me daba para comprar golosinas durante el recreo… Sumando centavo a centavo, lograba una buena cantidad y el día de reyes, la regalaba a algún pordiosero, de los tantos con los que me tropezaba en las calles cuando iba a clases. Me encantaba ver la cara de sorpresa que ponían, cuando llenaba sus manos de monedas…

Yo no necesitaba su dinero, yo tenía el mío.

Y también tenía una inmensa angustia…: ¡¿Qué había hecho ?! ¡¿Cómo pude ser tan idiota ?! ¡¿Cómo pude ser tan irresponsable ?! ¡¿ Dónde había tenido la cabeza ?! ¡¿Y ahora……?!

Decidí suicidarme y terminar con todo de una sola vez; pero pensé que cuando encontraran mi cuerpo, harían averiguaciones. Con seguridad, mi mamá no estaría tranquila hasta saber los últimos pormenores y entonces gritaría todo lo averiguado, parada en la puerta de la casa, como solía hacer cuando yo la desagradaba en algo, después de darme la acostumbrada paliza, claro…

No, mi muerte no solucionaría nada. Lo empeoraría todo.

Ahí pensé en escapar, pero a dónde… Los ahorros no me alcanzarían para mantenerme durante los más de siete meses que aún tendría que esperar, porque…, quién me daría trabajo en mi estado, y a la verdad…, yo qué sabía hacer…? Nada. Si era una inútil… Y cuando él naciera…, cómo lo cuidaría, qué le daría de comer; seguro estaría tiradito en un rincón, mientras yo pedía limosnas… Y él sería uno más en la bandada de niños hambrientos de caritas sucias, igualito a los que yo veía cuando iba a clases…

Y yo no quería eso para mi niño… Mi niño tenía que dormir en una cunita limpia y debía despertar con su barriguita llena. Se me hacía insoportable el imaginar su hambre, su miedo, su dolor, su llanto… No, yo no podía hacerle eso a mi niño.

Entonces pensé en Elizabeth, aquella chica del otro curso, la que siempre lo sabía todo, la que una vez, cuando yo era niña, me enseñó todas las malas palabras… Le pregunté, y esta vez, también supo.

Y yo llegué, con mis monedas, a la casa: Era un lugar limpio y lleno de luz… Había un pasillo largo, bordeado de macetas con plantas de todos los tamaños. Me senté en la banca, junto a unas mujeres que esperaban sin decir palabra… Las veía entrar y salir en silencio, una tras otra, de aquella habitación cerrada por una inmensa puerta blanca. Cuando tocó mi turno y entré, vi, dándome las espaldas y vestido con una larga bata, a un hombre gordo, grande y casi calvo que se lavaba las manos. Me quedé de pie esperando, y escuchando correr el agua… Cuando él se dio vuelta, mientras secaba sus manos, fue tal su cara de sorpresa, que recordé las de mis mendigos de los días de reyes… Igual; pero distinta.

Me dijo… ¡¿Y tú qué haces aquí ?! Otra vez quedé sin palabras y aunque lo intenté, no pude contenerme y empecé a llorar… El hombre gordo se acercó despacio, puso su inmensa mano en mi cabeza, me miró a los ojos con dulzura, y se alejó. Llamó a la que después supe, era su esposa y le pidió: Ayúdame… Todavía llorando subí a la camilla. Me revisó y me dijo: Ven mañana, contigo voy a usar anestesia….

Así fue… Así pasó.

Pasó el tiempo y supe de niñas y mujeres que murieron por no tener mi suerte, por caer en manos ignorantes que las destrozaron.

Muchas son las razones por las que una mujer decide no tener un hijo. Yo conozco las mías… Y muchos años después conocí las de mi hija… e hice todo lo necesario para que hoy esté con vida y planificando tener un hijo, el año próximo.